Viernes Santo

 Fray MARCOS

JESÚS NO NOS SALVÓ CON SU MUERTE SINO CON SU VIDA

 

Lectura del santo evangelio según san Juan 18, 1—19, 42

    C. En aquel tiempo, salió Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, y entraron allí él y sus discípulos. Judas, el traidor, conocía también el sitio, porque Jesús se reunía a menudo allí con sus discípulos. Judas entonces, tomando la patrulla y unos guardias de los sumos sacerdotes y de los fariseos, entró allá con faroles, antorchas y armas. Jesús sabiendo todo lo que venía sobre él, se adelantó y les dijo:

    † «¿A quién buscáis?»

    C. Le contestaron:

    S. —«A Jesús, el Nazareno».

    C. Les dijo Jesús:

    † «Yo soy».

    C. Estaba también con ellos Judas, el traidor. Al decirles: «Yo soy», retrocedieron y cayeron a tierra. Les preguntó otra vez:

    † «¿A quién buscáis?»

    C. Ellos dijeron:

    S. —«A Jesús, el Nazareno».

    C. Jesús contestó:

    † «Os he dicho que soy yo. Si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos».

    C. Y así se cumplió lo que había dicho: «No he perdido a ninguno de los que me diste». Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al criado del sumo sacerdote, cortándole la oreja derecha. Este criado se llamaba Malco. Dijo entonces Jesús a Pedro:

    † «Mete la espada en la vaina. El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy a beber?»

    C. La patrulla, el tribuno y los guardias de los judíos prendieron a Jesús, lo ataron y lo llevaron primero a Anás, porque era suegro de Caifás, sumo sacerdote aquel año; era Caifás el que había dado a los judíos este consejo: «Conviene que muera un solo hombre por el pueblo».

    Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. Este discípulo era conocido del sumo sacerdote y entró con Jesús en el palacio del sumo sacerdote, mientras Pedro se quedó fuera a la puerta. Salió el otro discípulo, el conocido del sumo sacerdote, habló a la portera e hizo entrar a Pedro. La criada que hacía de portera dijo entonces a Pedro:

    S. —«¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?»

    C. Él dijo:

    S.— «No lo soy».

    C. Los criados y los guardias habían encendido un brasero, porque hacía frío, y se calentaban. También Pedro estaba con ellos de pie, calentándose. El sumo sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de la doctrina. Jesús le contesto:

    † «Yo he hablado abiertamente al mundo; yo he enseñado continuamente en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada a escondidas. ¿Por qué me interrogas a mí? Interroga a los que me han oído, de qué les he hablado. Ellos saben lo que he dicho yo».

    C. Apenas dijo esto, uno de los guardias que estaba allí le dio una bofetada a Jesús, diciendo:

    S. «¿Así contestas al sumo sacerdote?»

    C. Jesús respondió:

    † «Si he faltado al hablar, muestra en qué he faltado; pero si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas?»

    C. Entonces Anás lo envió atado a Caifás, sumo sacerdote.

    C. Simón Pedro estaba en pie, calentándose, y le dijeron:

    S. «¿No eres tú también de sus discípulos?»

    C. Él lo negó, diciendo:

    S. «No lo soy».

    C. Uno de los criados del sumo sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro le cortó la oreja, le dijo:

    S. «¿No te he visto yo con él en el huerto?»

    C. Pedro volvió a negar, y enseguida canto un gallo.

    C. Llevaron a Jesús de casa de Caifás al pretorio. Era el amanecer, y ellos no entraron en el pretorio para no incurrir en impureza y poder así comer la Pascua. Salió Pilato afuera, a donde estaban ellos, y dijo:

    S. «¿Qué acusación presentáis contra este hombre?»

    C. Le contestaron:

    S. «Si éste no fuera un malhechor, no te lo entregaríamos».

    C. Pilato les dijo:

    S. «Lleváoslo vosotros y juzgadlo según vuestra ley».

    C. Los judíos le dijeron:

    S. «No estamos autorizados para dar muerte a nadie».

    C. Y así se cumplió lo que había dicho Jesús, indicando de qué muerte iba a morir. Entró otra vez Pilato en el pretorio, llamó a Jesús y le dijo:

    S. «¿Eres tú el rey de los judíos?»

    C. Jesús le contestó:

    † «¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?»

    C. Pilato replicó:

    S. «¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?»

    C. Jesús le contestó:

    † «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí».

    C. Pilato le dijo:

    S. «Conque, ¿tú eres rey?»

    C. Jesús le contestó:

    † «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz».

    C. Pilato le dijo:

    S. «Y, ¿qué es la verdad?»

    C. Dicho esto, salió otra vez a donde estaban los judíos y les dijo:

    S. «Yo no encuentro en él ninguna culpa. Es costumbre entre vosotros que por Pascua ponga a uno en libertad. ¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?»

    C. Volvieron a gritar:

    S. «A ése no, a Barrabás».

    C. El tal Barrabás era un bandido.

    C. Entonces Pilato tomó a Jesús y lo mandó azotar. Y los saldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le echaron por encima un manto color púrpura; y, acercándose a él, le decían:

    S. «¡Salve, rey de los judíos!»

    C. Y le daban bofetadas. Pilato salió otra vez afuera y les dijo:

    S. «Mirad, os lo saco afuera, para que sepáis que no encuentro en él ninguna culpa».

    C. Y salió Jesús afuera, llevando la corona de espinas y el manto color púrpura. Pilato les dijo:

    S. «Aquí lo tenéis».

    C. Cuando lo vieron los sumos sacerdotes y los guardias, gritaron:

    S. «¡Crucifícalo, crucifícalo!»

    C. Pilato les dijo:

    S. «Lleváoslo vosotros y crucificadlo, porque yo no encuentro culpa en él».

    C. Los judíos le contestaron:

    S. «Nosotros tenemos una ley, y según esa ley tiene que morir, porque se ha declarado Hijo de Dios».

    C. Cuando Pilato oyó estas palabras, se asustó aún más y, entrando otra vez en el pretorio, dijo a Jesús:

    S. «¿De dónde eres tú?»

    C. Pero Jesús no le dio respuesta. Y Pilato le dijo:

    S. «¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y autoridad para crucificarte?»

    C. Jesús le contestó:

    † «No tendrías ninguna autoridad sobre mí, si no te la hubieran dado de lo alto. Por eso el que me ha entregado a ti tiene un pecado mayor».

    C. Desde este momento Pilato trataba de soltarlo, pero los judíos gritaban:

    S. «Si sueltas a ése, no eres amigo del César. Todo el que se declara rey está contra el César».

    C. Pilato entonces, al oír estas palabras, sacó afuera a Jesús y lo sentó en el tribunal, en el sitio que llaman «el Enlosado» (en hebreo Gábbata). Era el día de la Preparación de la Pascua, hacia el mediodía. Y dijo Pilato a los judíos:

    S. «Aquí tenéis a vuestro rey».

    C. Ellos gritaron:

    S. «¡Fuera, fuera; crucifícalo!»

    C. Pilato les dijo:

    S. «¿A vuestro rey voy a crucificar?»

    C. Contestaron los sumos sacerdotes:

    S. «No tenemos más rey que al César».

    C. Entonces se lo entregó para que lo crucificaran.

    C. Tomaron a Jesús, y él, cargando con la cruz, salió al sitio llamado «de la Calavera» (que en hebreo se dice Gólgota), donde lo crucificaron; y con él a otros dos, uno a cada lado, y en medio, Jesús. Y Pilato escribió un letrero y lo puso encima de la cruz; en él estaba escrito: «Jesús, el Nazareno, el rey de los judíos».

    Leyeron el letrero muchos judíos, porque estaba cerca el lugar donde crucificaron a Jesús, y estaba escrito en hebreo, latín y griego.

    Entonces los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato:

    S. «No escribas: "El rey de los judíos", sino: "Éste ha dicho: Soy el rey de los judíos"».

    C. Pilato les contestó:

    S. «Lo escrito, escrito está».

    C. Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba a abajo. Y se dijeron:

    S. «No la rasguemos, sino echemos a suerte, a ver a quién le toca».

    C. Así se cumplió la Escritura: «Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica». Esto hicieron los soldados.

    C. Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre:

    † «Mujer, ahí tienes a tu hijo».

    C. Luego, dijo al discípulo:

    † «Ahí tienes a tu madre».

    C. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa.

    C. Después de esto, sabiendo Jesús que todo había llegado a su término, para que se cumpliera la Escritura dijo:

    † «Tengo sed».

    C. Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo:

    † «Está cumplido».

    C. E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu.

    Los judíos entonces, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día solemne, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: «No le quebrarán un hueso»; y en otro lugar la Escritura dice: «Mirarán al que atravesaron».
    Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo clandestino de Jesús por miedo a los judíos, pidió a Pilato que le dejara llevarse el cuerpo de Jesús. Y Pilato lo autorizó. Él fue entonces y se llevó el cuerpo. Llegó también Nicodemo, el que había ido a verlo de noche, y trajo unas cien libras de una mixtura de mirra y áloe. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron todo, con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos. Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía. Y como para los judíos era el día de la Preparación, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús.

 

La celebración ayer de la última cena, la celebración hoy de la muerte y la celebración mañana de la resurrección, son tres aspectos de una misma realidad: La plenitud de un ser humano que llegó a identificarse con Dios que es Amor. Este es el punto de partida para que cualquier ser humano pueda desarrollar su verdadera humanidad. Pero el amor es la meta a la que llegó Jesús y a la que tenemos que llegar nosotros. Ese amor es lo más dinámico que podemos imaginar, porque es el motor de toda acción humana.

El recuerdo puramente litúrgico de la muerte de Jesús, sin un compromiso de mantener en nuestra vida las mismas actitudes que le llevaron a la muerte, es un folclore vació de contenido. Otro peligro que nos acecha en esta celebración, es caer en la sensiblería. Tal vez no podamos sustraernos a los sentimientos ante la descripción de una muerte tan brutal. El peligro estaría en quedarnos ahí y no tratar de vivir lo que estamos celebrando. Nos importan los datos históricos, pero solo como medio de descubrir la cristología que en ellos se encierra: Jesús es para nosotros el modelo de lo humano y de lo divino.

No podemos presentar la muerte de Jesús como el colmo del sufri­miento. La vida de Jesús se desarrolló con relativa normalidad y con una cierta comodidad. Los sufrimientos duraron solo unas horas. Millones de personas, antes y después de Jesús, han sufrido mucho más en cantidad y en intensidad. No podemos seguir hablando de sus sufrimientos como si fueran los únicos. Fue una muerte cruel, sin duda, pero no podemos presen­tarla como el paradigma del dolor humano. El valor de la muerte de Jesús no está en el dolor, sino en la motivación de esa muerte, en la actitud de Jesús y de los que lo mataron.

Tenemos que superar la idea de que “murió por nuestros pecados”. El autor de la carta a los hebreos, (que seguramente no es de Pablo) lo que intenta es hacer ver a los judíos, que ya no tenía sentido el repetir los sacrificios que habían sido la base del culto en el templo, porque ya estaba cumplida en Jesús toda la labor de mediación. Esta idea es posible, solo desde la perspectiva del Dios del AT que premia y castiga; y exige el pago por nuestros pecados. Este Dios no tiene nada que ver con el Dios de Jesús, que nos ama a todos, siempre e infinita­mente y que, si pudiera tener alguna preferencia, sería para con los débiles o los pecadores.

¿Por qué le mataron? ¿Por qué murió? Si no hacemos esta distinción, entraremos en un callejón sin salida. Le mataron porque la idea de Dios que él predicó no coincidía con la idea que los judíos tenían de su Dios. El Dios de Jesús, como veíamos ayer, no es el soberano que quiere ser servido, sino Amor absoluto que se pone al servicio del hombre. Esta idea de Dios es demoledora para todos aquellos que pretenden utilizarlo como instrumento de dominio y esclavitud de los demás. Ningún poder establecido puede aceptar ese Dios, porque no es manipulable ni se puede utilizar en provecho propio. Esta idea de Dios es la que no pudieron aceptar los jefes religiosos judíos. Este Dios nunca será aceptado por los jefes religiosos de ninguna época.

Jesús murió por ser fiel a sí mismo y a Dios. No se pueden separar las respuestas a las dos preguntas. Jesús como todo ser humano tenía que morir, pero resulta que no murió, sino que le mataron. Esto último, tampoco hace de su muerte un hecho singular. La singularidad de esa muerte hay que buscarla en otra parte. La muerte de Jesús no fue un accidente, sino consecuencia de su manera de ser y de actuar. Creo que en la aceptación de las consecuen­cias de su actuación está la clave de toda la vida de Jesús.

El hecho de que no dejara de decir lo que tenía que decir, ni de hacer lo que tenía que hacer, aunque sabía que eso le costaría la vida,es la clave para compren­der que la muerte no fue un accidente, sino un hecho fundamental en su vida. El hecho de que le mataran, podía no tener mayor importancia, pero el hecho de que le importara más la defensa de sus convicciones, que la vida, nos da la verdadera profundi­dad de su opción vital. Jesús fue mártir (testigo) en el sentido estricto de la palabra.

Las palabras y los gestos de Jesús en la última cena, sobre el servicio total a los demás, pueden significar la más elevada toma de conciencia de Jesús sobre el sentido de su vida. Tal vez en ese momento, cuando ya era inevitable su muerte, descubrió el verdadero sentido de una vida humana. Cuando un ser humano es capaz de consumirse por los demás, está alcanzando su plena consumación. En ese instante manifiesta un amor semejante al amor de Dios y puede decir: "Yo y el Padre somos uno". Dios está allí donde hay verdadero amor, aunque sea con sufrimiento y muerte. Si seguimos pensando en un dios de “gloria”, será muy difícil comprender el sentido de la muerte de Jesús.

¿Qué tuvo que ver Dios en la muerte de Jesús? El gran interrogante que se plantea sobre esa muerte recae sobre Dios. No podemos pensar que planeó su muerte, ni que la exigió como pago de un rescate por los pecados, ni que la permitió o la esperó. La paradoja está en que podemos decir que Dios no tuvo nada que ver en la muerte de Jesús, y podemos decir que fue precisamente Dios la causa de su muerte. Si pensamos en un Dios que actúa desde fuera, nada de lo que digamos en relación con esa muerte tiene sentido. Si pensamos que Dios era el motor de toda la vida de Jesús, de sus actitudes y de sus decisiones, entonces Él fue la causa de que Jesús fuera a la muerte.

La muerte de Jesús es una verdadero interrogante sobre Dios. Según todas las apariencias, Dios abandonó a Jesús a su suerte cuando le pedía a gritos que le ayudara. ¿Cómo podemos armonizar su silencio con la cercanía en el momento de morir? Aquí está la clave de comprensión del misterio Pascual. Dios no abandonó por un momento a Jesús para después reivindicarlo. Dios estuvo con Jesús en su muerte. Porque fue capaz de morir antes que fallarle, demuestra esa presencia de Dios como en ningún otro momento de su vida. En la entrega total se identificó totalmente con Dios y lo hizo presente. Cualquier otro intento de demostrar la presencia de Dios en Jesús (conocimientos, poder, milagros) es contrario a las enseñanzas más profundas de Jesús sobre Dios.

Creo que aún tenemos que reflexionar mucho sobre esa muerte para comprender el profundo significado que tuvo para él y para nosotros. Su muerte es el resumen de su actitud vital y por lo tanto, en ella podemos encontrar el verdadero sentido de su vida. Se trata de una muerte que manifiesta la verdadera Vida. Pero no se trata de la muerte física, sino de la muerte al “ego”, y por lo tanto a todo egoísmo, que hizo posible una entrega a los demás hasta la muerte. Este es el mensaje que no queremos aceptar, por eso preferimos salir por peteneras y buscar soluciones que no nos exijan entrar en esa dinámica. Si nuestro “yo” sigue siendo el centro de nuestra existencia, no tiene sentido celebrar la muerte de Jesús; y tampoco celebrar su “resurrección”.

Nosotros tenemos que separar la vida, la muerte y la resurrección de Jesús para intentar entenderlas, pero solamente las podremos entender si descubrimos la unidad de las tres realidades. La muerte fue consecuencia inevitable de su vida, pero en esa muerte ya estaba toda lo gloria que podía recibir Jesús. La trayectoria humana de Jesús terminó alcanzando la más alta meta: desplegar al máximo toda su humanidad, alcanzando y manifestando la plenitud de divinidad. Si no tenemos presente esto, podemos seguir echando balones fuera y sin descubrir lo que tiene de acicate para nosotros el darnos cuenta que un ser humano, en todo semejante a nosotros, pudo llegar a esa meta.